Lidiando con la imperfección, sin huir.

Estas dos últimas semanas tuve la energía y la mente muy bloqueadas. Tenía tantos posibles temas, que no encontraba el correcto, el perfecto. Sin embargo, hicieron falta un par de cachetadas de la vida (y de Dios) en los últimos días para darme cuenta de que sí tenía mucho de que escribir, y que era precisamente lo que me estaba matando la cabeza últimamente, lo que tenía que sacar como un recordatorio para el ego, de que este proceso empezó por y para nosotras (por y para mí) no para que el mundo lo leyera, por tanto, no había tema perfecto.

Y bueno, empecemos por definir perfección… Es tan subjetiva como irreal. ¿Cuántas veces vamos por la vida alcanzando eso que solemos llamar perfección, y que no es más que la construcción social de creencias viejas de nuestros papás, amigos y personas que llegaron a nuestra vida y fueron insertándolas sin ni siquiera pedir permiso? Estamos esperando el trabajo perfecto, el lugar ideal para vivir, una familia perfecta, una pareja sin errores que cumpla todas nuestras expectativas, un cuerpo perfecto y lleno de salud. ¡Bah…! ¿Y qué pasa cuando nada de eso te sale como lo esperas? A veces es más fácil tomar el camino que no duele e ignorar la lección, hasta que se vuelve un elefante en la habitación y es imposible ignorarlo, hasta que te das cuenta de que huyendo no vas a hacer más que repetir la lección una y otra vez. 

Me he dado cuenta de que venir de papás sobre protectores y exigentes ha desarrollado en mí una tendencia muy marcada por exigir demasiado (a mí y a quienes me rodean). He tenido que aceptar que mi cuerpo está luchando su propia batalla y que tengo que ser paciente con él y aceptar que puede que no esté sano en este momento. Que, aunque quiera (y me duela) no puedo estar con las personas que me gustarían en espacio y tiempo, porque simplemente Dios no alinea nuestros astros, que tengo más miedos que certezas, y que, en definitiva, no tengo una vida perfecta ni soy perfecta. ¿Qué queda? Afrontar la lección espiritual. 

Soy una convencida de que atraemos a nuestras vidas personas y situaciones que llegan a dejarnos lecciones, a acompañarnos en el camino para que podamos aprender, avanzar y trascender. Que las personas son como espejos y reflejan aspectos de ti mismo que te incomodan y que sentirse estancado es tan necesario como inevitable. Me di cuenta de que estaba luchando incansablemente por cumplir todas las expectativas de otros, y me había abandonado en el proceso. Una vez más, tengo que recoger las partes de mí que quedaron en el camino hacia unas expectativas que quizás eran prestadas, y ser paciente con mi proceso.

Fue hasta que, hace un par de semanas atrás en un día lleno de lágrimas, le pedí a Dios que me guiara, que respondiera. Hasta ayer tuve la respuesta. Dios usó a una persona en específico para mostrarme que se vale renunciar cuando la batalla te duele más de lo que puedes soportar, o a darle espacio para que responda sin expectativas. Que tenemos que aprender a confiar en lo que no podemos ver, y que lo que se hace con intenciones puras desde el corazón sana y enseña más de lo que esperamos (así que gracias persona por ser herramienta de Dios para ayudarme a crecer y avanzar). Y si de repente cambiaste de opinión, si algo te duele demasiado por no ser tan perfecto como querías que fuera, si no te gusta en dónde estás pero tampoco tienes idea de para dónde vas, recuerda que la vida es sabia y te da justo lo que necesitas para aprender la lección que estabas esperando o que como yo, te negabas a ver. Date un espacio para cuestionar por qué estás ahí y qué es lo que la vida te quiere mostrar.

Con paciencia, amor y confianza, avanza. Te abrazo con el alma, 

Canela y Miel.

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